Ahora que lo pienso, estoy segura que puedo escribir todo un libro de anécdotas familiares relacionadas con la habilidad que tuve para aprender a hablar, empezando porque cuando tenías alrededor de dos años, era un personaje bastante reducido de estatura, de la cual salían palabras y frases difíciles de creer para los adultos. Recuerdo haber tenido charlas eternas con uno de mis tíos acerca de los niños mientras sostenía mi tetero. También sé que acostumbraba a levantarme temprano los domingos y despertar a mi familia con mi dulce voz que entonaba el himno nacional. Pero hay una experiencia máxima, la cual creo digna de contar con un poco más de detalles.
Un buen día de vacaciones estábamos tomando la primera comida de la mañana en un hotel de Santa Marta. El reloj marcaba las diez, hora en la que la mayoría de turistas deciden ir a desayunar. Fue en aquél lugar atestado de extraños en el que la familia Rodríguez sufrió una de las vergüenzas más grande de su vida, al ver como toda la comunidad viajera se quedaba atónita, estupefacta y boquiabierta mirándonos fijamente durante varios segundos –que según mi mamá fueron de los instantes más eternos que había vivido-. Mis papás no se explicaban cómo de la boca de “su muñeca” había salido tal palabrota, yo había soltado un vehemente “madrazo” después de ver a mi plato de zucaritas voltearse por un mal movimiento. Yo, una criaturita que no aparentaba tener la capacidad ni de decir “leche”, había sido capaz de pronunciar semejante palabra y lo peor de todo es que, aunque era conciente de que todas las miradas de esos adultos desconocidos y aburridos estaban enfocadas en mí, no recuerdo haber tenido ningún remordimiento ni nada por el estilo. Yo simplemente procedí a limpiarme y seguir tomando mi desayuno. Lo que sí recuerdo es el regaño de esa mañana, lo que vino acompañado de un castigo que me impedía meterme a la piscina o jugar con la arena, actividades que en verdad disfrutaba.