Muchas veces nuestros recuerdos colegiales y las historias que tenemos que contar de nuestra experiencia en allí tiene que ver con travesuras y anécdotas jocosas. No niego haberlas tenido incontables veces, pero cuando realmente me concentré en recordar alguna que me hubiera marcado, escogí la que viene a continuación.
Mi colegio se caracteriza por tener un clima muy variable. Nunca he podido saber por qué Chía tiene un clima tan extraño, por ejemplo, los días soleados penetran sin piedad la piel de las personas, regalándoles ese color rojizo en los cachetes. Los días fríos son insufribles ya que casi siempre están acompañados de una incesante lluvia que ahoga todo lo que no supere los 15cm de altura.
El día del incidente se celebraba la feria de la ciencia, evento en el cual los jóvenes exponen con especial entusiasmo sus experimentos en la cafetería del colegio. Ese día del mes de mayo las nubes lloraban desconsoladas y hacían la tarde aún más triste y aburrida. Estoy segura de que si supiéramos leer el cielo, este nos hubiera pronosticado el desconcertante hecho que estaba por suceder.
Cerca de las once de la mañana, mientras me lavaba las manos y pensaba en la forma de escaparme para salir temprano de ese tedioso día, Catalina me sorprendió haciendo que mis huesos, mis músculos y mi sangre se congelaran a medida que escuchaba su súplica ahogada por la impresión y el miedo. En cuestión de segundos el tono de su rostro cambió de rosado a un blanco transparentoso; sin embargo hizo un esfuerzo para contarme lo que acababa de presenciar. Sin pensarlo la agarré fuerte de la mano y corrimos hacia el lugar de los hechos.
No sé cómo describir mi sensación en ese momento. Estaba allí, impotente, parada frente a la puerta de cristal que cerraba la cafetería. Sólo podía vislumbrar una nube negra que invadía el recinto y camuflaba a los autores de tales alaridos. No pasó mucho tiempo cuando ví al peculiar jovencito de décimo grado corriendo con terror hacia la puerta. Comprendí que esa expresión facial tenía razón de ser cuando salió, el etanol se combinó con el oxígeno y las llamas empezaron a ser visibles. Enseguida dos profesores lo tumbaron al piso, lo desarroparon e intentaron calamar el ardor de su piel con el agua refrescante del gran charco formado a la salida.
Inmóvil, yo apreciaba esa escena y al mismo tiempo la sentía tan ajena. Me sentía distante porque a pesar de que estuviera presente, me costaba trabajo acepar que eso estuviera pasando en mí colegio, en esa burbujita en la que se supone, nada malo puede pasar. De inmediato los profesores nos ordenaron conservar la calma y el orden, nos dijeron que alejáramos a los más pequeños y que ayudáramos a despejar el camino porque una avalancha de estudiantes asustados estaba próxima a salir.
No pasó más de media hora cuando los medios de comunicación rodearon la institución. Por las noticias informaban que aquél accidente dejaba alrededor de quince niños heridos por quemaduras, de los cuales doce se recuperaban de pequeñas llagas y tres se encontraban en un estado delicado.
Varios meses después la reaparición fragmentada de estos personajes hizo conmover a la comunidad estudiantil. Sus caras hablaban de los agotadores meses en los que tuvieron que luchar, pero aun así, y finalmente, entraron triunfantes a las aulas de clase.
